Han pasado ya dos años desde que se marchó, pero me basta
con cerrar los ojos para contemplar su imagen, nítida y real como entonces. Lo
recuerdo tan vívidamente en la soledad de las noches que cuando despierto creo
que lo encontraré en la cocina tomando su desayuno. Pero cuando llego, veo la
mesa vacía en la penumbra de una habitación apagada, en la tímida actitud de
otro amanecer que araña la ventana. Tampoco huele a café, ni a tostadas, ni a
suelo recién fregado. Únicamente yo y la cocina desnuda.
A lo lejos alguien piensa en mi cocina vacía y yo pienso
también en la suya, en la de muchos otros, e imagino también habitaciones
felices con olor a café, tostadas, zumo, galletas... Como en los anuncios.
Madres que preparan el desayuno a sus hijos mientras la luz acaricia el mármol
del banco, y maridos sonrientes recién levantados que interrumpen la escena
abrochándose la corbata. Como en los anuncios.
Pero yo no me levanto maquillada y risueña como esa madre
del spot, tampoco nadie me espera para darme los buenos días; y yo, yo tampoco
espero a nadie a quien sonreír, a quien preparar café. Porque el rostro que
habita en mis ojos cerrados me sonríe a mí pero no quiere sonrisas, ni lágrimas,
ni café. Sólo me mira y me recuerda lo que él me enseñó antes de irse, cuando
yo aún no lo comprendía.
Ahora que ya escucho lo que él me quiso decir es demasiado
tarde para contárselo. Por eso, cuando me miro en el espejo y veo su figura
encerrada en los ojos del espejo, únicamente le doy las gracias, bajito, para
que me escuche él y no su reflejo. Puede que no me oiga, ya lo sé, pero lo
importante no es que él me escuche sino que yo sepa que se lo quise decir, que
se lo dije.
-Schhhh... Gracias.
Ahora ya no desayuno en casa pero guardo en la memoria
amaneceres sin penumbras que invadían rápidamente cocinas compartidas, armarios
llenos de ropa y risa, noches de luna sonrojada, televisores vacíos vigilados
por sofás llenos...
Hay una caja repleta de recuerdos, es cierto, pero no son
recuerdos tristes ni añorados desde la desazón o la nostalgia. Son retazos del
pasado mirados con otros ojos, los nuevos, los que él me regaló antes de irse.
Los que le agradecí.
Hay un armario abandonado, una cocina que espera, si, y
también habitaciones quejumbrosas que lloran de noche porque no son las mismas.
Tampoco yo lo soy. Y quizá ellas estén tristes pero ya no logran contagiarme.
Hay una persona nueva acotando los espacios vacíos. Se
levanta risueña, hace café y desayuna en mi cocina ahora feliz. Esa persona
tiene también unos ojos carceleros que capturan anhelos, pero también
esperanza; y se mira en el espejo y ve sus ojos, expectantes; y agradece al
pasado un regalo incomprendido.
Porque esa persona soy yo, la nueva, la que se levantó para
vivir un anuncio de galletas y sólo halló vientos de soledad golpeando las
ventanas; la que supo llenar de sentido el hueco que quedó cuando aquella noche
ella regresó, sigilosa, y convirtió aquello cuanto tocaba en cenizas, en
pasado.
Ella se lo llevó de aquí pero no lo encontrará en mis ojos.
Imagen: Anuncio de libro de recetas de los años 50 - Del blog: Láminas decoupage
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